Ya habían pasado unos minutos cuando entró el padre Arízaga, director del colegio. Me encontraba esperándolo en su despacho como lo había ordenado, sentado, en silencio. Me habían sacado de clases y suponía que era debido a algo importante ¿Qué habré hecho? Me preguntaba una y otra vez, sin atinar con el motivo por el que las sacras clases de Mate habían sido interrumpidas. Me habían citado en la oficina del director y sólo las faltas más graves eran enfrentadas por la máxima autoridad docente, incluso la expulsión era una posibilidad: Eso era preocupante. Aun más, al ignorar el porqué, al no saber a qué atenerme, a no estar preparado, al no tener argumentos para evadir, sortear o al menos menguar la sentencia de una culpa que hasta el momento desconocía: Me encontraba en completa oscuridad camino a mi condena y no era capaz de recordar qué hubiese podido haber hecho que ameditase su participación directa. Arízaga me dio un par de palmadas sobre el hombro y se sentó frente a mí...
El menudo padre, siempre con una sonrisa paternal, acomodaba sus pequeños anteojos y colocaba los codos encima del escritorio para juntar las manos, entrelazando sus dedos, y concederme toda su atención.
- ¿Cómo van tus clases? - Preguntó. Yo no entendía aun las razones que tuvo el salesiano para llamarme a su despacho en plena hora de clase rompiendo las reglas que él respetaba con suma rigurosidad, sin embargo era claro que preguntarme sobre cómo me va, no era el motivo. Estaba confundido. Suponía era un preámbulo, prefacio, prólogo para que yo bajase la guardia, para descansar mis defensas, para no esperar lo inevitable, para llegar, feliz y sin saberlo, al castigo, como cordero al matadero.
- ¿Te sientes bien en ellas?
- Sí Padre.
Arízaga era una de esas personas que con soberbia maestría se ganaba tu confianza, siempre sonriendo, siempre apoyando, una de las autoridades más queridas y respetadas del colegio, uno de mis mejores recuerdos cuando educando, y era habitual se preocupe por cada uno de sus estudiantes, incluso de manera individual; lo que no era habitual, era que rompiera el respeto a las clases sin razones de peso. Aun estaba confundido, y más preocupado, sobretodo cuando las preguntas se tornaban, cada vez más, personales. "¡Qué diablos hice!", volvía a preguntarme en mi mente.
- ¿Cómo te llevas con tus papás?
- Bien Padre.
- ¿Tus papás están separados?
- Sí Padre.
- ¿Qué sientes al respecto?
- Es decisión de ellos. Si no hay forma de recobrar lo que tuvieron es mejor se separen.
- ¿Te sientes mal por eso?
- Quisiera que estuvieran juntos pero si mejor están separados, así debe ser.
- ¿Tus papás pelean?
- Nunca los he visto pelear, Padre.
- Ya veo. Y dime ¿Tienes enamorada?
- Estoy en eso Padre.
- Explícame.
- Aun no se lo pido, Padre.
- ¿Se han besado?
- Sí Padre.
El cuestionario se extendió por casi dos horas, con el mismo tipo de preguntas y con la misma sonrisa paternal, noble, paciente. De vez en cuando interrumpía sus preguntas con experiencias personales, moralejas y anécdotas que hablaban de la filosofía de la vida con contenidos llenos de valores y de cómo debiese ser el comportamiento de todo ser humano. Mis respuestas, procuraba, eran siempre cortas y con la menor cantidad de detalles. Me esmeraba en evitar cualquier posibilidad de otorgarle más razones, sin saberlo, para cuestionarme. En el colofón de la interpelación sus preguntas se tornaron incómodas, sin embargo no tardó mucho en mostrar los motivos de la naturaleza de las mismas y de mi presencia en su oficina.
- ¿Te masturbas?
- ehhh, sí Padre - Contesté extrañado.
- ¿Con qué frecuencia lo haces?
- Para ser sincero no lo sé Padre. No llevo una cuenta. Supongo que lo normal.
- ¿Sabes por qué estás en mi oficina?
- No tengo idea, Padre.
- Es porque has repetido de año y no sé porqué tu rendimiento no ha sido el mismo de años anteriores. Lamentablemente vamos a tener que dejarte ir. Sabes que no admitimos repitentes.
Tras unos segundos de confusión de parte mía, decidí interrumpir el silencio.
- ehhh, Padre, disculpe, yo no he repetido de año.
- Lo siento de verdad hijo, nos hubiese gustado tenerte con nosotros tus dos últimos años escolares pero así son las cosas.
- mmm Padre, en verdad, no he repetido de año.
- Hijo, tus notas no mienten.
- Padre, se ha confundido. Le aseguro que no he repetido de año.
Arízaga, con cierta molestia, se levantó del escritorio y se dirigió a sus archivos, tras de mí; cogió el folio correspondiente a mi persona y regresó a sentarse, convencido de lo que decía. No tardó mucho en reconocer su error mientras revisaba los documentos con notoria sorpresa.
- Tienes razón - Me dijo.
Guardé silencio, sentado, quieto, sin evidenciar el alivio que sus palabras me habían provocado. De haber estado solo, sin lugar a dudas, hubiese estado saltando y bramando, revolcándome por todo el recinto agradeciendo la buena ventura y desfogando todo lo que había contenido en tanto tiempo. Era pues que haber estado durante dos horas en el banquillo, a la defensiva, intentando sortear cualquier respuesta incriminatoria a un cargo que desconocía sin que el Padre pudiese notarlo, fue agobiante y agotador. "No había castigo y mi permanencia estaba asegurada", pensé.
- Parece que cometí un error hijo. No has repetido. Estás aquí por tu comportamiento. Tus notas en conducta son muy bajas. Has salido jalado por lo que el próximo año estarás bajo observación. Tendrás una matrícula condicional. Espero que tengas en cuenta el riesgo que esto significa. Tu conducta deberá ser mejor el año que viene. Va a tener que ser ejemplar.
- No lo dude Padre - Contesté conteniendo la alegría de saberme librado.
Fueron dos horas, dos horas en las que no pude relajarme. Dos horas en las que me sometí a un sermón y a una serie de preguntas, anécdotas, moralejas, experiencias e historias, con el temor de que alguna palabra mía empeorara una situación en que no me encontraba. Dos horas en que estuve en el paredón sin saber cuál era mi delito. Dos horas en que mientras contestaba cada una de sus preguntas con sumo cuidado buscaba sin cesar contestar la pregunta que me hacía constantemente dentro de mi cabeza en todo ese tiempo: "¿Qué hice?". Dos horas en que me contuve de preguntárselo directamente al Padre, para no agravar una pena que nunca estuvo en sus planes. Dos horas de angustia, pese al trato amical y generoso de Arízaga, por no saber cuál era mi crimen. Dos horas que felizmente habían acabado y que me liberaba para esperar, ya relajado, que el director terminase de leer mis documentos para, con su permiso y mi corazón de vuelta, regresar a mis clases.
Tras unos segundos de silencio, el Padre Arízaga comenzó a hacer las mismas preguntas, pareció de repente haber olvidado esas interminables dos horas pasadas, y sin que yo pudiese sospecharlo inicialmente, fui sentenciado a un Deja Vu tortuoso y criminal. Fueron dos horas, dos horas más soportando las mismas preguntas, anécdotas, moralejas, experiencias e historias que minutos antes había escuchado, esta vez ya no para saber el por qué de mi rendimiento, sino para saber el porqué de mi conducta. Estuve dos horas más, sentado, oyendo y diciendo exactamente lo mismo.
"No había castigo y mi permanencia estaba asegurada", había pensado: Me equivoqué, aun sin proponérselo, eso, fue un castigo.
"No había castigo y mi permanencia estaba asegurada", había pensado: Me equivoqué, aun sin proponérselo, eso, fue un castigo.
- ¿Cómo van tus clases? - Preguntó.
1 Miradas :
asu... a mi nunca me preguntaron, ni en confesion, si me masturbaba o no. que pendejo el padre, ah? de todas maneras, te libraste que te lanzara una cantaleta de aquellas con eso de que te va a crecer pelo en la mano o cosas por el estilo. uffff!
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