Por mis venas corren sangres mazamorreras tanto como amazónicas. Mi madre nació en San Martín, en la Ciudad de las Colinas, en tierra de los Sapos ladrones, Sapo Sua o Saposoa (o al menos así dice la leyenda popular que da pie al nombre de la ciudad), y desde pequeño he sido asiduo peatón en diferentes ciudades de la selva. Todos los veranos, de mi infancia al menos, algún rincón verde era el lugar para vacacionar, total, en toda la selva y el Perú entero mi familia está repartida.
Muchas de las costumbres, formas de vida, comida y modismos de la selva me son familiares. De la comida disfruto enormemente de la cecina, por ejemplo; extraño los desayunos con café pasado y chicharrón y el olor propio de Saposoa que me traen entrañables recuerdos, dicen que el olfato es el mayor motivador de la memoria. Por otro lado nunca aprendí a disfrutar de ningún pescado, ni del mar que acompaña Lima ni de los ríos que trepan por el verde. Simplemente no me gustan.
Cuando crecí las vacaciones cambiaron. Las vacaciones ya no consistían en conocer con Mamá la amazonia, sino conocer, entre amigos, las actividades propias de la juventud. No era fácil desligar a un puber que recién descubría el cortejo y la camaradería con la patota, y el deporte. Justamente me encontraba horas jugando fútbol en la pista, como acostumbraba, en la diecisiete de Córdova, a unos pasos del edificio donde vivía, en Lince. De los cuatro pisos del edificio, mi familia ocupaba un departamento en el primero y la puerta junto a la ventana de la sala daban al patio de la salida a la calle y las ventanas de las habitaciones a la calle directamente: No podía dormir sin bulla, aun hoy ¡La fuerza de la costumbre! Lo curioso del edificio es que eran dos en uno solo. Eran dos gemelos con salidas independientes pero que se interconectaban por la azotea. Uno podría entrar por un lado y salir por el otro sin mayor problema. Nosotros vivíamos en la entrada derecha.
A eso de las siete de la noche, sudando como un perro después de darle al balón toda la tarde, me dispuse a regresar a mi casa muerto de hambre y ávido por una restauradora y refrescante ducha. Sin embargo, justo a la entrada del edificio, un infeliz impacto me detuvo: No entendía la razón y desconocía el origen. Un olor repulsivo se había adueñado entre las losetas que habían entre la entrada del edificio y la puerta de mi casa impidiéndome entrar. Decidido a sortear tan nauseabundo impasse, aguanté la respiración y corrí como alma que lleva el diablo hasta la puerta, llaves en mano, con la esperanza de hallar un refugio que me protegiese de tamaño hedor. Por la desesperación, en vez de intentar abrir la puerta, subí al pequeño muro al pie de la ventana y abrí las persianas pidiendo auxilio: "Ábranme", grité. Vaya sorpresa la mía cuando me di cuenta que el olor venía de mi casa: Si afuera de ella era insoportable, dentro era imposible. Mi madre, había preparado un potaje de la selva que pocas veces ella podía disfrutar, por la lejanía. Había preparado Paiche seco, un pescado que gusta mucho en toda la amazonía. El oxigeno conservado al taparme la nariz había caducado mientras asimilaba el hecho de que mi casa no era el lugar adecuado para huir del fétido olor siendo esta la causante, la culpable. Corrí de regreso a la calle sin un plan bajo la manga.