Tenía la costumbre de andar a pie, solo, en las noches, para cuando mis ojos se resistían a negarme la profundidad y la oscuridad de un sueño. Caminaba, sí, hasta que el cansancio se apodere de aquellos pensamientos e ideas que son siempre verdugos, y hacen interminables mis noches en vela. Caminaba ensimismado, sorteando quebradas aceras que arboladas ornamentaban todas aquellas imágenes que durante el día se veían mermadas por el estruendo de un tránsito cada día más caótico, cada día más irreverente. Caminaba, con cierto sentimiento de culpa tras haberla abandonado después de una guerra verbal que no dejó más que improperios y un affaire impregnados en la pared como ráfagas sin coagular de lo que nos quedaba dentro.
-- ¡Mierda! -- ¿Podría ser peor? Tal vez, en una suerte de desmenuce hermenéutico la sentencia habría sido no más que un disparo al aire con la consecuencia de un cadáver libre de culpas. La noche lejos de aliviar la duda me la cincelaba, al compás del ladrido del perro a media esquina, cuya mirada, como dedo inquisidor, me acusaba de injusto verdugo de todas las culpas, todas. De haberla dejado llorando a rabiar, agachada, vencida, de haberla acusado injustamente, de haberla abandonado.