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sábado, 13 de febrero de 2010

Un volcán por estallar






Fue en el distrito de Lince cuando por fin tomé conciencia de mi existencia, y una de mis primeras amistades de infante fue Pepe Grillo, mi pata de años. Desde muy niños aprendimos a compartir buenos y malos ratos. Hemos peleado, reído, apoyado, carajeado, y embriagado, todo lo que corresponde a una amistad que hasta el día de hoy, por la buena fortuna conservamos. Él, tuvo la suerte de prenderse, comprometerse y casarse con una encantadora chica que por alguna razón, la fórmula la desconozco, enderezó tan retorcido cerebro para bien, en algún buen camino en el que junto a ella, en una alquimia envidiable, lo ha convertido en un ser extraño, es decir, en un ser humano...

Durante mi época escolar y post escolar estuve en dos oportunidades en el equipo de reserva del Deportivo Municipal. Mi viejo, hincha de la camiseta edil como casi cualquier limeño de su promoción, quiso que fuera parte, no del equipo de mi preferencia, el Alianza Lima, no del Sporting Cristal y menos aun de Universitario; su corazón pudo más y Teófilo Muñoz, conocido cazatalentos del equipo capitalino me llevó a probar y finalmente a jugar por la reserva del Municipal. En el primer día de entrenamiento nos llevaron en bus hasta un club. Lejos de mis expectativas me hicieron correr como nunca en mi vida y poco me faltó para desertar. Era una salvajada: Mientras me deshidrataba en el trote bajo horas de sol me preguntaba cómo era que todos aun seguían vivos, peor aun de pie; evidentemente yo siempre terminaba al final de la fila con el alma abandonada. Por muchos días la directriz era nadie toca el balón y todo era correr. Con el tiempo las cosas cambiaron y me acostumbré, llegaron las tácticas y el entrenamiento con pelota, aunque siempre, a la hora de correr, mantuve mi último lugar intacto e incorruptible. Nuestro entrenador era un morenito, chiquito, de metro y medio y un poco más; su nombre era Vides Mosquera, una de las más grandes glorias del fútbol peruano de quien recién en ese momento supe de él y de su trayectoria. En el equipo me ubicó de volante creativo, estuve a su vez encargado de los tiros libres y los cornes izquierdos. Estaba, junto con un par más, en la posición en donde se arman las jugadas y tenía la responsabilidad de llevar el equipo al hombro. No podía ser mejor, todo apuntaba, incluso según las propias palabras del Profe y dada la cercanía de las fechas en que se promovía a la reserva, iba yo a ser parte del equipo de primera en esa semana: "la vida es bella". Sin embargo, precisamente en esos días y con el dolor con que los ojos púberes se alejan de su actividad añorada, tuve que renunciar, sin siquiera saber si me habían promovido. Esa, la primera renuncia, fue porque repetí un año en el colegio y mi madre había sentenciado que los estudios son primero. Muñoz conversó con ella con el fin de convencerla de lo contrario, incluso le ofreció una beca completa para terminar mis estudios en el Colegio San Agustín, sin embargo no tuvo éxito; mi padre, seguramente halagado por el pedido del cazatalentos que, ante su fracaso inicial frente a mi progenitora, recurrió a él, "Necesitamos a Marco en el equipo", accedió en insistir por mi reintegro al fútbol, pero su condición de padre poco pudo hacer para cambiar la decisión de Mamá; ella la tenía clara: No es No (de esto me enteré hace poco en una conversación con mi viejo). La segunda vez que deserté, después de haber regresado al equipo claro está, más o menos año y medio más tarde -momento en que me encontré con otro amigo del barrio, Tata, también como parte de la reserva-, fue debido a la posibilidad de un viaje que nunca llegué a hacer ¡Qué le vamos a hacer! El fútbol peruano se perdió de mis dos pies izquierdos.

Cabe mencionar que un muchacho a quien llamaban Ricardo Bam Bam que con frecuencia iba a jugar PlayStation en el negocio de mi padre en esa época y con quien hizo cierta amistad, también se probó en el Club Edil. Mi viejo, cuando tuvo la oportunidad, le preguntó a Muñoz cómo le fue al chico: "Mire Juan Carlos (así se llama mi viejo), ese muchacho, Ricardo, sirve sólo para comer y cagar".

Con el tiempo y mi decepción por un viaje frustrado y por las consecuencias que su posibilidad causó, volví al verde, sin embargo, no regresé al Municipal, ni siquiera lo intenté. Tampoco probé suerte en otros clubes. Un amigo me pasó la voz para probarme en un equipo de segunda división de la liga de Jesús María y decidí hacerlo. Pepe, otro pata del barrio, Lucho Quevedo y yo nos convertimos en parte de ese equipo.

La verdad nunca obtuve el titularato, por dos motivos -pienso yo-. Nos hallábamos en una época de transición en la que la velocidad primaba, yo en cambio, imitador de juegos como los de Cueto, el poeta (Claro, salvando distancias), no corría mucho y era lento (hasta hoy), y hasta medio "amarrabola". Y dos, porque cuando llegué a este equipo ya había un titular en mi puesto, el engreído del profe: Era irremplazable, todos lo sabían. Justamente por las austeras posibilidades de remplazar a quien no estaba en duda (habían más razones que las deportivas), alterné por órdenes del entrenador en distintas ubicaciones a manera de prueba, pero en ninguna me sentí cómodo y evidentemente tampoco estuve a la altura. El profe pese a no tener intenciones de sentar a su engreído parecía sí tener intenciones de emplearme, tal es así que ya comenzado el campeonato, en uno de los partidos, me puso en remplazo de un volante de contención sin que estuviese lesionado o con algún problema. Me señaló un puesto que dadas mis características era imposible pudiese rendir, me puso de líbero (libre) con el fin de no limitar mis movimientos a una ubicación y por el contrario estar sobre el lomo del veloz delantero estrella del equipo contrario en cualquier parte de la cancha. Recuerdo a Cocoliso, arquero del equipo y por casualidades de la vida también amigo del barrio, de mi hermano mayor, carajeándome para estimularme. El objetivo estaba lejos de mis posibilidades: Tenía, pese a mi lentitud que corretear al toro más veloz del rival que, para mi fortuna y en contra de toda sospecha, bien lo pude contener, aun con algunos saltos de garrocha y tacles tipificados en el código penal a los que recurrí en cada ocasión que éste se me escapaba. La saqué barata, no terminé preso y apenas una tarjeta amarilla por todo lo que hice fue una ganga. El susodicho tenía una espalda que me doblaba por cualquier ángulo y una mano que al abrirse parecía un paraguas. Mi temor a su reacción por mantenerlo boca abajo en el césped durante todo el encuentro era justificado.

Al final del partido se me acercó mientras yo presentía una reestructuración anatómica pero para mi sorpresa me dio la mano y me felicitó por haberlo anulado.

Antes de que el entrenador decidiera buscarme otra posición, recuerdo que me había convertido en el calentador oficial e indiscutible de la banca, era el único titular inexorable de la suplencia permanente. En cierta ocasión en que justamente me encontraba en la banca, Lucho estaba también de suplente, sentado a mi costado izquierdo, así como Pepe, un poco más allá, también a la izquierda, todos con la esperanza escasa de entrar en algún momento. Era verano y el calor era insoportable. Mientras observábamos algo aburridos el encuentro que disputábamos, por el sol, por no estar en la cancha en ese momento, en una actitud totalmente intuitiva, levanté mi brazo derecho por detrás de mi cabeza y de forma relajada -tomándome mi tiempo-, empecé a auscultar dactilarmente mi sien izquierda, como en caza, sigilosa y pacientemente. No tardé mucho en hallar una protuberancia dérmica propia de la edad: Uno de esos montículos que en una suerte de contención injusta, cruel y dominante, impedía el escape a la libertad de una formación lípida con avidez por estallar. Era un volcán cuya lava no veía el momento de erupcionar a la luz del sol. De pronto, con el mismo instinto de puber con el que había levantado mi brazo derecho, levanté también mi mano izquierda, hasta que los dos dedos índices de ambas manos se encontrasen frente a frente, sólo separados por el coqueto barro de cabeza verdosa brillante, ancha e insinuante. Sin mucho esfuerzo y casi rozándolo, los dos dedos provocaron la inevitable erupción cataclíptica expulsando sin piedad un proyectil con objetivo directo y firme. Lucho giró su mirada hacia mí y con una agilidad que no le conocía logró evitar el rumbo del torpedo agachándose oportunamente, casi cayendo intempestivamente sobre las gradas a nuestros pies. Más allá, Pepe, giró también el rostro hacia nosotros, sorprendido por la actitud de Lucho, sin percatarse inicialmente de lo que acontecía. Al darse cuenta, y producto de la impresión, sus ojos se abrieron más, como queriendo estallar, mientras abría más la boca por el asombro. En un intento desesperado en busca de refugio intentó agacharse pero sin mucho éxito; El proyectil había impactado en sus labios descargando en la absoluta libertad todo el amarillento contenido dentro de su cavidad bucal.

Al poco tiempo, el Profe le preguntaba a su asistente ¿Quién ha mandado a esos dos jugadores a calentar alrededor de la cancha? Éramos Pepe y Yo. Él corriendo detrás mío desesperado por alcanzarme y yo, delante de él, corriendo desesperado para que no logre su objetivo.



Izq-der: Yo y Pepe






3 Miradas :

Unknown .....[Responde este comentario] dijo...

Ahora cualquiera con dos pies izquierdos juega en Europa...
coincidencia, mi último post versa sobre futbol.
saludos!

el anónimo polémico dijo...

¡Torba! ¡Apareciste! ¿Viste buchisapa? ¡Te dije que no estaba muerto, que sólo andaba de parranda! ¿Qué vaina es esa que tienes en la mano?

Ya no te vayas, Torbado, te extrañé, que conste.

fio .....[Responde este comentario] dijo...

jajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja

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