Conversando con una amiga que cursa aun la universidad, entre otros temas, comentamos acerca de esas telenovelezcas y abundantes contiendas en las que dos féminas se disputan el calor de un macho brío, perfumado y con verbo de cátedra que, de bondades docentes, lejos de ser sólo un guía cognoscitado quien dibuje la senda a seguir para la graduación de un profesional efectivo en su mercado, se ha convertido en la figura masculina que como una luz se impone sobre la oscuridad y desdibuja las frágiles mentes de dos damiselas, llenando por completo, sus miradas de ilusión y deseo.
Cómo reprochar la mágica fijación de ensueño de quienes se hallan en una perspectiva, dícese por género y tiempo, en que la vida sólo adquiere sentido con el color del romance y la promesa de un final felíz. Ese ocaso en cuyo último capítulo bramen triunfantes, "Y serán felices para siempre". Cómo entonces reprochar también a la viril figura sometida a la honrosa disputa, pañuelo y sable en mano, quien galopa aun indeciso de a cual hacerle llegar el enceguecedor premio de su mirada, correspondiendo el halagador cumplido de una batalla verbal y pública en su lienzo docente, el salón de clases.