Aunque debo confesar, que por educación caigo en esas costumbres de aromas oxidados en las que como caballero gris, aun mantengo a las féminas, para su resguardo, a lado de la pared, cuando a pie, recorremos la ciudad. Aun mantengo también, la costumbre de levantarme de la mesa, en algún restaurante, cuando ella se va al tocador; que aun soy quien extiende la mano para ayudarla a bajar del taxi. Sin embargo, a pesar de la incongruencia de mis actos frente a lo que profeso, siempre he creído en una justicia social, no sólo en clases sino en géneros. De que a pesar de las evidentes diferencias anatómicas, las cuales agradezco a Papalindo, pienso que la diferencia frente a la sociedad de ambos sexos, se debe sólo y únicamente a la conformidad del sexo débil, a su cómoda postura de sumisión, y a la condescendencia tutorial, casi paternalista del hombre. Una cultura machista heredada de una sociedad que determina qué papeles seguir a cada una de las partes en un engranaje donde el hombre es quien actúa y la mujer quien acepta, donde el hombre es el fuerte y la mujer la débil, donde el hombre es el capaz y la mujer incapaz, donde el hombre abarca los desafíos sociales y políticos cuando la mujer piensa en la cocina, en los hijos y en el maquillaje. Acaso ¿Nunca han oído que para los jóvenes, su permiso para salir de casa, depende de su sexo? ¿No es acaso cierto que un muchacho puede salir hasta más tarde ya que de él nadie va a hablar mal? ¿No han oído acaso cuando la madre ordena a la niña lavar los platos porque el niño es hombre? ¿No son acaso los hombres los que proponen y la mujer dispone? ¿No es el hombre quien corteja y la mujer la cortejada? ¿No es el hombre quien hace y la mujer quien mira? ¿No es el hombre quien cede el asiento a la mujer? ¿No han oído acaso que cuando un hombre arrasa cuanta mujer pueda es un ejemplo para el resto, un ídolo, un Dios, y cuando una mujer lo hace es una puta?...