Ya hacia tiempo un compañero de la oficina había puesto los ojos en la vecina con una no muy sutil galantería, tal y como le era habitual, y como también era habitual en tierras donde el sol inclemente se posa sobre uno exigiéndote rasgues tu piel bajo las hojas de un árbol clamando por alguna brisa que de alguna manera refresque la agonía constante, rebosaba en A, gracia y coquetería, sin que esto se confunda con corresponder las lisonjas de tan limitada prosa y limitado ingenio.
La noche se había adueñado de la ciudad y sólo quedábamos como señores del recinto, él, cuyas canas evidenciaban experiencia muy por encima de la mía y yo, terminando con los últimos detalles de nuestros deberes, cuando A y su amiga llegaron a la oficina buscando a una de las chicas que trabajaba con nosotros, que para su mala suerte, ya se había retirado. Raudo y veloz, y sin perder tiempo en las presentaciones, el galán hizo un amplio muestreo de las virtudes laborales ornamentándolas con dantescas lisuras para hacerse así, acreedor de la imagen de hombre de mundo, de gran ejemplar varonil, como acostumbraba, siempre frente a alguna joven damisela, sobretodo cuando no tenía encima la mirada fría y dura, que como fiscal sobre la joroba, su mujer, acostumbraba mermar sus ansiados escapes a la juventud...